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En Chile, cuando yo tocaba guitarra en mi casa y ensayaba mis canciones, nunca se sintieron distorcionadas las relaciones con mis vecinos, todo lo contrario, ellos a veces se acercaban a mi puerta y me pedían autorización para escuchar, algunos llegaban con una botella de vino, recuerdo que una vecina llego incluso al extremo de regalarme una gallina, vivita y coleando. Mis vecinos se extrañaban cuando pasaba mucho tiempo sin ensayar, se me acercaban en la calle y más de alguno me intercalaba diálogos como el siguiente: -“y qué le pasa vecino que ya no toca la guitarra?. Lo hemos echado de menos el último tiempo. Cuándo va a tocar otra vez“?-. Estos vecinos más bién se invitaban sólos y en más de una oportunidad, mi ensayo terminó en parranda de buena vecindad.
Distintas son mis experiencias con mis vecinos en Alemania, por lo menos en las horas de ensayo. Yo tuve un vecino, en mi primera habitación en la ciudad de Kiel, el año 1983, que hizo que uno de mis ensayos también terminara en parranda, un poco más escandalosa y menos agradable, eso si. Resulta que cada vez que yo tocaba la guitarra o cantaba, sentía unos rotundos golpes en el techo, que venían del departamento del vecino de arriba. Yo pensaba ingenuamente, que este vecino estaba haciendo alguna reparación en su casa, quizás era parte de su profesión y por último, yo ya me había acostumbrado a la manía de abrir y tapar hoyos de los alemanes. Pero esto sonaba como a martillazos, dale que dale y siempre como ritmo acompañante de mis ensayos. Hasta que un día le comenté a mi compañera, ya bastante alterado: „a ti te parece que el vecino va a terminar algún día de agarrar a martillazos y agujerear su casa“?, La Elvira, sin inmutarse mucho, se decidió a confesarme la verdad de la relacion entre mi guitarra y lo que yo hasta entonces, creía era un martillo: „no, no son martillazos, es la forma que tiene de hacerte ver que le molesta tu guitarra y tu canto, y no es un martillo, es un palo de escoba!“ Yo naturalmente, en mi ingenuidad tercermundista, me quedé de un palo. „Pero si el tipo podría venir a tocarme la puerta y manifestarme caballerosamente su molestia“ le dije, „hace medio año que estamos aquí y el tipo jamás te ha saludado en la escala y el pasillo y tu crees que te va a venir a tocar la puerta?“ me dijo la Elvira. Con esa aseveración cierta me quedé conforme pero no tranquilo. Hasta que un buén mal día, como a eso de las 12 de la noche, cuando ya Morfeo se había adueñado de nuestra mente y nuestros cuerpos, despierto sobresaltado por unos golpes en la puerta de nuestro departamento, acompañados por gritos y frases casi incoherentes, de las que alcancé a rescatar „Musik“, „Ausländer“, y „Raus!. Me abalancé sobre el pasillo, justo en el momento cuando un pié calzado en un zapato 44, había destrozado la madera de la puerta y este asomaba con toda su contundencia, balanceandose a través del agujero. Abrí la puerta de un golpe y se me apareció el vecino de arriba con un metro noventa, derrumbado con toda su corpulencia, de espaldas contra el piso. Se invadió de inmediato nuestra habitación con un vaho de cerveza que dejó al descubierto, el estado etílico de mi vecino de arriba. Se levantó a duras penas, tratando de alcanzarme con los puños bamboleando en el aire, con una parte del zapato aún incrustado en nuestra puerta, mientras profería una cantidad de improperios en alemán, que yo en ese entonces aún no entendía. Grité hacia la habitación donde estaba Elvira „llama a la policía! este tipo me quiere matar!“ y aprovechando que no podía zafarse del todo de su zapato, me dirigí hacia la cocina, agarré la escoba y a punta de escobazos, logré que se zafara de la puerta y me lo llevé, también a punta de escobazos, arrastrándose en cuatro patas por la escala, hasta la puerta de su habitación, donde quedó depositado en los brazos de su mujer, que lo recibió con una naturalidad impresionante. Desde ese día el vecino empezó a comunicarse conmigo, en la escala y el pasillo, con un seco „Moin“ y jamás volví a escuchar el martilleo que acompañaba mis canciones. Estoy por creerme que fué también porque yo desde ese día, aprendí a respetar la „Ruhepause“ de la tradición alemana.