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EL SÓTANO

El sótano en Alemania es el depósito obligado de las pertenencias familiares. Alli se amontonan bicicletas, libros, documentos, muebles, utencilios de cocina y jardinería, vasijas y otras menudeces. Pero conozco amigos alemanes que han hecho del sótano su lugar de retiro espiritual, por así decirlo. En el sótano de mi amigo Johannes, por ejemplo, uno puede sentarse plácida y relajadamente en un sofá, escuchar la música de su agrado, celebrar hasta el más pequeño acontecimiento con litros de cerveza y observar en la pantalla el partido entre el Bayer München y el Eintrach Frankfurt. Claro que mi amigo además madruga, observando pornos y marcando números de teléfonos de contacto íntimo. Las frustraciones matrimoniales de no pocos maridos alemanes, encuentran escape y consuelo en el sótano. El sótano en mi país, Chile, no es un lugar común, sólo se encuentra en las edificaciones antiguas, de las pocas que van quedando en Santiago y en un par de ciudades donde aún se conservan, sólo las que escaparon a duras penas de los terremotos y otras catástrofes naturales, que han azotado a Chile a través de su historia. En sus mejores tiempos, fueron albergues de vino y de papas, de baúles medio piratas, polvorosos y soñolientos recuerdos de los antepasados inmigrantes euroopeos. En sus peroes tiempos, sirvieron de lugar de reclusión y tortura, violaciones y contubernios, de los servicios secretos de la dictadura de Pinochet.
Me recuerdo especialmente de un sótano en mi ciudad natal, Concepción, de unos tíos lejanos, en donde aprendí por primera vez a admirar la belleza del cuerpo humano, principalmente el femenino. El juego se desarrollaba entre mis hermanos Alfredo y Norman Alejandro, mi hermana María Elena y tres primitas, bastante bién agraciadas. Consistia en la hipotética visita a un museo de historia natural y arqueológico. Se intercambiaban las primitas y mi hermana el turno de portería y corte de entradas. Los tres hermanitos, disfrazados a lo Gentlemann , de sombrero y paraguas, recorriámos las dependencias del sótano abriéndo unos enormes roperos coloniales para apreciar en toda su naturaleza desnuda, a nuestras primitas, que hacían las veces de momias, en posiciones a veces de lo más conndescendientes. Nosotros como visitas de la alta sociead y letrados expertos, hacíamos observaciones y comentarios detallados, respecto a la calidad de su mantención, su procedencia y las caractéristicas de orden científico. Así fué como con mis hermanos, aprendimos a admirar, apreciar y respetar -no sin cierta porción de envidia- las cualidades y proporciones del sexo opuesto.Cuando ya estábamos más grandecitos y peludos, las momias se fueron con los „momios“ y los Gentlemann se quedaron como objetos de arqueología. Perdimos el contacto pero no así la admiración, el cariño y el respeto. Sería tarea imposible dedicarse a buscar momias en los sótanos alemanes de hoy. Primero, porque las momias en este país ya están todas requetecontra descubiertas, y segundo, porque el sótano ha sido usurpado por el paso ávaro de la modernidad y en vez de entretenerse observando momias al interior de antiquísimos roperos, sólo basta con asirse de un control remoto para quedar pegados como bestias cavernarias a una escena porno.
Mi sótano en Alemania se asemeja mucho a un museo. Es el un lugar de almacenamiento de residuos, cosas inservibles para una persona común. El objeto más preciado que conservo aún en el sótano -sin que la insistencia de Renate, compañera de la vida y madre, me haya aún convencido del todo de botarlo- es una máquina de cocer a manilla, de Isaac Merrit Singer, del año 1850, con incrustraciones de piedras en formas florales, que yo me he convencido que son preciosas, sólo para insistir en no despojarme de élla. La encontré en una maleta de madera mohosa y desvencijada, en un botadero frente a mi casa, en el barrio de la Nordweststadt, en Frankfurt.